domingo, 6 de noviembre de 2011

...Y ahora qué...

¿Y ahora qué? Ya has comenzado, ¿vas a continuar con tu costumbre de abandonar todo lo que empiezas (y lo que no has empezado) o vas a seguir adelante? Si en algo eres experta es en despedidas, ten coraje por una vez y lucha por lo que quieres; te lo advierto, después no me vengas con lágrimas, sabes que no sirven de nada.
El vapor del agua había vuelto a empañar el espejo del baño, Silvia lo limpió con la mano y continuó su monólogo. Allí, doblemente desnuda, era en el único sitio donde se atrevía a hablar, no se sentía con fuerzas de sincerarse con nadie, ¿para qué? si ella no se entendía ¿quién iba a entenderla?, ¿un psicólogo?, no gracias, sería deprimente tener que pagarle a alguien para que te escuche; el espejo hace lo mismo y gratis, lo único malo es que no puedes evitar ver tu reflejo, tal y como es, sin disfraz que valga. No había escapatoria posible, allí estaba ella, cara a cara consigo misma, con infinitos reproches que hacerse y con la esperanza de encontrar alguna virtud olvidada; pero la esperanza, como el espejo, quedaba empañada ante la aparición de más defectos.
¿Qué hago?, ¡pero dime algo, por favor! –decía con la voz rota ante el espejo-, como siga así voy a volverme loca, de hecho ya me está entrando un increíble complejo de Blancanieves con tanta preguntita al espejo, quizás lo que tengo que hacer es comerme la manzana y olvidarme de todo, total, no va a venir ningún príncipe azul a besarme, ni azul, ni verde, ni rojo (¿existirán los príncipes “rojos”?). ¡Claro! para ti todo es tan fácil, siempre te escondes bajo tu caparazón, ni sales ni dejas entrar a nadie; tu manera de resolver los problemas es huir, pero eso a mí no me sirve, y mira por donde soy yo la que después tiene que cargar con todo, y ya no puedo más. Lo tuyo es no hablar, lo solucionas todo con el silencio, quién diría que eres de letras, si nunca te atreves a utilizarlas; ¡ay... Silvia!, cuándo, cuándo vas a cambiar de una vez por todas.
En ese momento la conversación se vio interrumpida por el sonido (ruido) del timbre de la puerta, Silvia, la del espejo, se sobresaltó, la de carne y hueso ya ni sentía ni padecía, se limitó a ponerse el batín para ir a abrir la puerta. Cuál sería su sorpresa al encontrarse al otro lado de su “muralla” a un policía con una notificación para ser presidente de mesa en las elecciones, lejos de enfadarse no pudo evitar sonreír, no pretendía coquetear, simplemente le resultó gracioso que en ese momento aquel hombre vestido de azul tocara en su puerta, quién sabe, a lo mejor hasta ella tenía un “príncipe azul” que la rescatase (lástima que no le gustasen los hombres de uniforme). De vuelta a la realidad se percató de la incomodidad de la situación: empapada, vestida, únicamente, con un batín y una sonrisa en los labios que invitaba a malos entendidos. Intentó terminar lo más rápido posible con la embarazosa escena para poder volver a su refugio particular, y así lo hizo, pero el diálogo se vio nuevamente interrumpido, ahora por unas ganas irrefrenables de echarse a llorar. Y allí se quedó, sentada en el suelo del baño, abrazada a sí misma, mientras las lágrimas le recordaban lo sola que estaba, ni siquiera Silvia la acompañaba desde el espejo; se había obsesionado tanto por tener su refugio, su escondite, que no se había dado cuenta de que la única persona de la que quería huir era de la que jamás podría separarse, ella misma (tentador negocio el divorcio unipersonal).
Cuánto tiempo había pasado desde que todo comenzó, ya ni siquiera se acordaba, diez, once años... demasiados años para un solo fantasma. En verdad no recordaba el momento exacto en el que todo había empezado, lo único que tenía claro es que su fantasma no era resultado de una sesión de espiritismo, ojalá se tratase de una aparición del “más allá”, pero no, su fantasma era del “más acá” y no tenía intenciones de viajar a otra dimensión (ni Silvia fuerzas para comprarle un billete de ida).
Fue a los dieciseis años, un año académicamente brillante y personalmente inexistente (analizada así, su vida no había cambiado mucho). Silvia decidió tomar las riendas de su vida y acabar con todos los complejos que venía arrastrando desde pequeña, no más lágrimas –se dijo- (qué equivocada estaba, no sospechaba todas las que estaban por venir), así que se propuso ser lo que no era, una chica de portada (justamente lo que siempre había criticado, ironías de la vida, ella quería cambiar el mundo, pero fue el mundo el que la cambió a ella). Lo primero, evidentemente, era ponerse a dieta (no le decían gorda gratuitamente, en verdad, sólo hacían una descripción realista –además de dolorosamente despectiva-) y, justamente, fue eso lo que hizo (bueno, casi). Todo empezó como un régimen más, uno de los tantos que había hecho en su corta (y acomplejada) existencia, lo malo es que Silvia no sospechaba que esta vez iba a perder el control de la dieta y de su vida.
Al principio se sentía bien bajando de peso, pero, poco a poco, la báscula se fue convirtiendo en su particular aparato de tortura. Todos los lunes por la mañana iba a pesarse a la farmacia, aprovechaba la media hora del recreo para salir del instituto y acudir a su cita enfermiza (ella, la báscula y los kilos; nunca han funcionado bien los tríos, y ésta no iba a ser una excepción). Un kilo menos, eso era lo que reflejaba su “verdugo” cada semana y lo que ella se decía era “hasta llegar a cincuenta kilos” (ja, permitan que me ría, sé de lo que hablo). Efectivamente, una vez en los cincuenta kilos, los cuarenta y nueve se hicieron irresistinblemente tentadores y, total, ya estaba acostumbrada a no desayunar, a tirar a escondidas la cena y a almorzar lo menos posible (la merienda, evidentemente, es sólo para niños pequeños). Además, las tres horas de gimnasia ya formaban parte de su rutina diaria, y como el hombre es un animal de costumbres, para qué cambiarlas, si no le estaba haciendo daño a nadie (Silvia nunca se ha considerado nadie – y tampoco se han molestado en convencerla de lo contrario-).
Cuándo perdió el control, probablemente desde la primera vez que se limitó a “manchar” su taza con la leche, para que su madre pensase que había desayunado (incluso desmenuzaba trozos de galleta para dejar las huellas de un desayuno energético). Pero lo que menos le importaba a Silvia era eso, su preocupación no era la comida, su única preocupación era seguir bajando de peso, daba igual que para eso tuviera que dejar de comer, daba igual que para eso tuviera que dejar de vivir (hacía ya mucho tiempo que no se sentía viva).
Llegó un momento en el que Silvia no entendía nada, todo se le había escapado de las manos (y de la razón), daba igual lo que la báscula dijera, aunque marcara cuarenta kilos el espejo no reflejaba eso, Silvia se veía horriblemente gorda, y no era una cuestión de falta de vista. Su día a día se fue convirtiendo en una auténtica pesadilla (sólo en sus sueños podía huir de esa realidad), su reflejo en el espejo llegó a ser su peor enemigo, odiaba verse (aunque no supiera que a la que estaba viendo no era ella) y, sin embargo, no podía evitar mirarse en el espejo cada media hora (no es que se tratara de una relación de amor fatal, ni mucho menos de una relación narcisista, simplemente, es que le gustaba castigarse).
En poco tiempo Silvia logró cambiar, pero no era el cambio que ella deseaba (estaba muy lejos de ser una chica de portada); se fue aislando de tal forma que se quedó totalmente sola (sin contar con su “fantasma”, ése siempre la acompañaba), no hablaba con sus amigas y su familia no hablaba con ella. Nadie en su casa se había atrevido a preguntarle qué tenía (bueno, lo que tenía era obvio), y ella, en el fondo (muy en el fondo) estaba deseando que alguien la cogiera del brazo y la llevara a rastras a un médico, pero eso no pasó (estaba claro que lo que ella deseaba y lo que le pasaba estaban tan lejos de coincidir como ella lo estaba de ser feliz –o, al menos, eso es lo que ella creía-).
Siempre había odiado el victimismo y eso era justo lo que había conseguido, convertirse en una víctima de sí misma (difícil tarea se le presentaba: verdugo y víctima eran la misma persona, cómo salvar a una sin destruir a la otra).
Los años fueron pasando, en verdad fue eso lo único que pasó, pues todo lo demás seguía igual. Silvia se sentía igual de acorralada, igual de perdida, igual de sola. Vivía en Madrid, a donde había ido a estudiar periodismo (a donde había ido huyendo de su vida), y allí los estudios se le seguían dando tan bien como siempre y la vida sentimental se le daba peor que nunca (si es que alguna vez había tenido vida sentimental). Su vida se limitaba a una sucesión de días exactamente iguales, no había nada que los distinguiera (salvo la programación televisiva –que, por cierto, era menos atractiva que su vida-).
Sus hábitos alimenticios (o “no alimenticios”) continuaban igual, pero su cuerpo ya se había acostumbrado a alimentarse del aire (y de los cinco litros de agua diarios), así que, en vez de adelgazar, había recuperado unos cuantos kilos (que el espejo se encargaba de multiplicar). No podía más, ella sola no podía con todo, y no tuvo más remedio que levantar la bandera blanca y rendirse ante su verdugo. Creyó que así todo iría mejor, que sería capaz de controlar sus impulsos y de tomar conciencia de cómo era ella, pero una vez más se engañaba (o, por lo menos, fingía engañarse); sí, es cierto, comía más y ya no había atracones compulsivos que acabaran con ella vomitando en el cuarto de baño, pero seguía terriblemente acomplejada, continuaba observándose minuciosamente cada día ante el espejo, sin encontrar en su reflejo nada de su agrado (a excepción de las orejas, era lo único que le gustaba de su cuerpo –y ni siquiera le servían para oír lo que la cordura le decía-).
El ruido del teléfono devolvió a Silvia a la realidad (a su realidad), allí seguía, sentada en el suelo frío del baño, con los ojos rojos e hinchados de haber estado llorando, y abrazada a su cuerpo (a ese cuerpo al que tanto daño le había hecho). Sin saber bien qué era lo que la movía, se puso de pie enfrente del espejo, se quitó su batín y empezó a observar su cuerpo desnudo.
Hasta aquí llegué, Silvia –le dijo a la chica del espejo-, yo no puedo seguir así, estoy cansada de tanto sufrimiento, de tanto complejo absurdo, si es que en verdad no sé si me hace más daño mi obsesión o ser consciente de lo absurdo de ésta. No, yo nunca aspiré a ser una mujer objeto, ni siquiera soporto que me digan un piropo por la calle, no Silvia, yo valgo mucho más que esto; si alguna vez he de conseguir una portada que sea por un artículo interesante, por algo más que un “cacho” de carne (o por un saco de huesos). No, no puedo seguir así, no tiene sentido que me angustie e intente luchar por todo lo que pasa en el mundo y que después yo no sea capaz de salir a la calle porque no me queda bien ninguna ropa. Cómo he llegado a esto.
La Silvia del espejo no se quedó callada y le reclamó que no hiciera como siempre, que no culpara a los demás de sus errores, que ella solita se había metido en eso y que no esperara que fuera a ser ella la que la sacara de su infierno: aquí estoy yo por ti, pero tranquila, te dejo que llores y te rebeles un ratito, sé que en un par de horas estarás aquí de vuelta, enfrente del espejo, sin valor para mirarte.
Esta vez no Silvia, ya no más, hasta aquí llegamos juntas, pero ya me cansé de ti y de mí, mejor dicho, de lo que has hecho de mí; he perdido demasiado en mis veintinueve años de vida, pero esta partida no, esta partida la gano yo. Ah, sí (le contestó la del espejo), y qué vas a hacer, ¿eh, valiente?, ¿vas a acabar con tu vida? Te equivocas (dijo con todo el valor que le había faltado en su vida), en esta historia yo no soy la que está de más, eres tú la que sobras. ¿Acaso vas a romper el espejo?, son siete años de mala suerte. Espejito, espejito, no crees que ya estoy grandita para supersticiones...
Y Silvia salió del cuarto de baño para coger el teléfono con cuidado de no clavarse ningún cristal.

martes, 1 de noviembre de 2011

Daniela

Daniela se despertó aquella mañana con una extraña sensación, una sensación muy distinta de la que cada amanecer le invadía, en ella no había angustia, ni tristeza, ni tan siquiera un poquito de nostalgia. Se sentía nerviosa, intranquila, como si de repente se hubiese dado cuenta de que ella también formaba parte del mundo, algo tan cierto como insignificante, pero que logró perturbarla por unos minutos. Pensó en seguir perdiéndose entre las sábanas blancas de su solitaria cama, pero ante el temor de que los recuerdos empezaran a visitarla sin piedad alguna, decidió ser ella misma la que saliera a su encuentro.
No tenía ganas de arreglarse, ya no tenía para quien hacerlo, así que se puso unos vaqueros viejos y una camiseta. No quiso maquillarse, detenerse delante del espejo le recordaría todas las noches que llevaba sin dormir, todos los días que llevaba sin vivir, los mismos que él. Salió a la calle sin saber muy bien a dónde ir, pensó que lo mejor era dejar que sus pasos la guiasen, pero sus pasos parecían estar tan perdidos como ella en aquella ciudad. Por un momento pensó en volver atrás, a su casa, a esconderse del mundo, pero le resultó absurdo, fuera a donde fuera no lograría esconderse de ella (eso es lo malo de ser uno mismo); así que, finalmente, decidió dejar que sus pasos siguieran perdiéndose.
La ciudad ya no parecía la misma, tampoco ella lo era, intentaba recordar aquella luz, aquel olor, que un día la atraparon, pero ya no estaban, y por mucho que los buscara sabía que nunca los volvería a sentir. No había ruido, no había color, el gris lo había impregnado todo, la tristeza se había adueñado de la ciudad, con ella dentro. Cansada de caminar, y de recordar, decidió volver, pero el colorido que inundaba el final de una de las calles (como un espejismo en medio de aquel desierto) llamó poderosamente su atención, se acercó nerviosa, impaciente, deseando encontrar algo que lograra salvarla de ella misma, y así fue. Era un puesto de arte, y allí, entre todas las láminas, hubo una que cautivó a Daniela; era un cuadro de Munch, La Madona, y aquel rostro, aquella imagen, lograron estremecerla, y en ese mismo momento supo que nada sería lo mismo. Y no se equivocaba, desde ese instante, la historia de aquel cuadro pasó a ser la historia de su vida. Le obsesionaba saber quién era la chica de aquel retrato, conocer su nombre, el porqué sólo le transmitía melancolía cuando lo más normal hubiera sido que desprendiese sensualidad (estaba desnuda); pero lo que más le desconcertaba era el tremendo parecido físico que tenía con ella, que, sin duda alguna, fue lo que acrecentó aquella especie de “atracción fatal”, que unos llamarían locura, y otros, los menos, soledad.
Pero, fuera lo que fuera, era algo que por fin volvía a llenar su vida, o más bien, era algo que le permitía olvidarse de su vida, que le daba la libertad de imaginar, de soñar una vida que no era la suya, pero que sentía que le pertenecía. Y es que poco a poco iba dejando de ser Daniela, para ser más ella, Amanda (ese fue el nombre que creyó que le pertenecía a la mujer del cuadro).
Deseaba cambiar, deseaba vivir, necesitaba soñar; pero no sé qué fue lo que pasó con ella. La lámina está otra vez en aquel puesto de arte, pero juraría que está diferente, no sé, pero creo que hay otro brillo en la mirada, ya no hay tristeza en ella. Y en su casa ahora vive otra mujer, no la conozco, pero creo que se llama Amanda.

sábado, 12 de febrero de 2011

No quiero tiempos, eso solo es un disculpa, no quiero más lágrimas, más dudas, más noches de angustia. No quiero sentir la incertidumbre de los días. Quiero despertar y sentir que estás ahí, aunque no estés a mi lado, sentir que soy yo esa persona, sólo yo. No quiero que digas lo que necesito oír, la cuestión es que quiero llegar al punto de no necesitar oír nada, que el silencio me baste para saberlo todo. Lo sé, y lo sabes, ya te advertí que yo no era fácil, pero si quieres te lo resumo, simplemente, te quiero.