martes, 1 de noviembre de 2011

Daniela

Daniela se despertó aquella mañana con una extraña sensación, una sensación muy distinta de la que cada amanecer le invadía, en ella no había angustia, ni tristeza, ni tan siquiera un poquito de nostalgia. Se sentía nerviosa, intranquila, como si de repente se hubiese dado cuenta de que ella también formaba parte del mundo, algo tan cierto como insignificante, pero que logró perturbarla por unos minutos. Pensó en seguir perdiéndose entre las sábanas blancas de su solitaria cama, pero ante el temor de que los recuerdos empezaran a visitarla sin piedad alguna, decidió ser ella misma la que saliera a su encuentro.
No tenía ganas de arreglarse, ya no tenía para quien hacerlo, así que se puso unos vaqueros viejos y una camiseta. No quiso maquillarse, detenerse delante del espejo le recordaría todas las noches que llevaba sin dormir, todos los días que llevaba sin vivir, los mismos que él. Salió a la calle sin saber muy bien a dónde ir, pensó que lo mejor era dejar que sus pasos la guiasen, pero sus pasos parecían estar tan perdidos como ella en aquella ciudad. Por un momento pensó en volver atrás, a su casa, a esconderse del mundo, pero le resultó absurdo, fuera a donde fuera no lograría esconderse de ella (eso es lo malo de ser uno mismo); así que, finalmente, decidió dejar que sus pasos siguieran perdiéndose.
La ciudad ya no parecía la misma, tampoco ella lo era, intentaba recordar aquella luz, aquel olor, que un día la atraparon, pero ya no estaban, y por mucho que los buscara sabía que nunca los volvería a sentir. No había ruido, no había color, el gris lo había impregnado todo, la tristeza se había adueñado de la ciudad, con ella dentro. Cansada de caminar, y de recordar, decidió volver, pero el colorido que inundaba el final de una de las calles (como un espejismo en medio de aquel desierto) llamó poderosamente su atención, se acercó nerviosa, impaciente, deseando encontrar algo que lograra salvarla de ella misma, y así fue. Era un puesto de arte, y allí, entre todas las láminas, hubo una que cautivó a Daniela; era un cuadro de Munch, La Madona, y aquel rostro, aquella imagen, lograron estremecerla, y en ese mismo momento supo que nada sería lo mismo. Y no se equivocaba, desde ese instante, la historia de aquel cuadro pasó a ser la historia de su vida. Le obsesionaba saber quién era la chica de aquel retrato, conocer su nombre, el porqué sólo le transmitía melancolía cuando lo más normal hubiera sido que desprendiese sensualidad (estaba desnuda); pero lo que más le desconcertaba era el tremendo parecido físico que tenía con ella, que, sin duda alguna, fue lo que acrecentó aquella especie de “atracción fatal”, que unos llamarían locura, y otros, los menos, soledad.
Pero, fuera lo que fuera, era algo que por fin volvía a llenar su vida, o más bien, era algo que le permitía olvidarse de su vida, que le daba la libertad de imaginar, de soñar una vida que no era la suya, pero que sentía que le pertenecía. Y es que poco a poco iba dejando de ser Daniela, para ser más ella, Amanda (ese fue el nombre que creyó que le pertenecía a la mujer del cuadro).
Deseaba cambiar, deseaba vivir, necesitaba soñar; pero no sé qué fue lo que pasó con ella. La lámina está otra vez en aquel puesto de arte, pero juraría que está diferente, no sé, pero creo que hay otro brillo en la mirada, ya no hay tristeza en ella. Y en su casa ahora vive otra mujer, no la conozco, pero creo que se llama Amanda.

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